martes, 9 de marzo de 2021

2. Décimas y Gordejuela

Durante el periodo sabático, que se inició el 27 de septiembre del pasado año con mi descenso desde La Corona (no en parapente, eso se lo dejo a mi alcalde para sus viajes a Teobaldo Power, con los que se libra de los atascos en la autopista), me dediqué a poner en orden las décimas que se fueron acumulando en diferentes archivos del ordenador durante varios años. Y a buen recaudo están ahora –las 1666 rescatadas– en un formato que –dónde estás, maldita Primitiva– bien pudiera, o pudiese, constituir una futura publicación con hechuras de libro. Junto a otras boberías que, a lo mejor, mis nietos descubran dentro de un tiempo en el disco duro. Porque, y reitero lo que he comentado en diversas ocasiones, ya no me hallo en condiciones de ir por esos mundos en busca de patrocinadores. Los ayuntamientos no están por la labor (parece que esa cultura no vende y sí muerde) y las empresas privadas no se encuentran en las mejores condiciones económicas para tal dispendio. Por tanto, ahí quedarán por si. Lo malo, qué incongruencia, es que sigue incrementándose el montante, pues en 2021 se han subido al carro algunas más. Aunque me conformo, y no es poco, con seguir ejercitando el magín. Sano ejercicio que añado a los consabidos de manipular los cubos de Rubik que poseo en casa, así como el recitado de los elementos de la Tabla Periódica. ¿Y qué? Mejor que irme al bar de la esquina, ¿no? O a La Cascabela, que me han dicho que van a abrir una churrería. Uno me dijo el otro día que escribo encriptado. No sé, yo lo veo clarito. Deberán ser los rescoldos de viejas andanzas. Por ejemplo, cuando colaboraba en prensa. Y en cierta ocasión me dijo Manuel Plasencia (q.e.p.d.) que un artículo me había salido bordado porque no había entendido nada. De ahí que las décimas me valgan como desahogo

Menuda tristeza me causó la noticia de que somos orgullo mundial con las ruinas de la elevación de aguas de (La) Gordejuela. Lugar que bien conozco porque los que nacimos pobres (ya circulamos más desahogados), tuvimos que compaginar trabajos veraniegos con los estudios de Bachillerato en el Colegio San Agustín. Y a los trece años bajé por aquellas escaleras más latas de aceite para los motores que pelos me quedan ahora en la testa. ¡Ah!, eso de La Gordejuela, que ahora leo y escucho, constituye una novedad para quien estos renglones suscribe. Pero historiadores hay en el pueblo para aclararlo mucho mejor que este juntador de letras. Y el reportaje que pudimos ver en la televisión canaria –en el programa Una hora menos– me pareció de lo más pobre que me he tirado a la cara en las varias décadas de existencia. Incluyo la minúscula entrevista a Jorge Acevedo, representante de los actuales propietarios, quien se habrá dicho que si para aquella pantomima les abrió la puerta a fin de que accediesen al recinto. Aclaro que se encuentra cerrado a cal y canto por aquello de la golfería. Ya pudieron haber incluido la foto de Agustín Espinosa y no el vídeo del loco que se paseó, arriesgando su integridad física, por lo alto de las maltrechas paredes. Tampoco, entiendo, se le puede exigir más a una emisión en la que se buscan más el sensacionalismo y la bobería que asuntos de enjundia cualificada. No obstante, si quieren repasar algo del cómo se llevó a cabo la construcción de lo que constituyó un hito de la arquitectura e ingeniería en aquel entonces, y están dispuestos a culturizarse un fisco, los invito a que acudan al blog Pepillo y Juanillo (https://pepilloyjuanillo.blogspot.com), donde encontrarán una serie de diez entradas, a partir del 10 de agosto de 2011, que recogen lo publicado en la prensa de la época. De nada. A mandar.

Concluyo con otra bobería a modo de pregunta. Claro, si no sé hacer otra cosa. ¿Creen ustedes que la libertad de expresión es un derecho sin límites? Ante los conflictos que se plantean, sobre todo (que no sobretodo) en el uso desaforado de las redes sociales o los vituperios de los golfos de las ondas, los tribunales se vienen decantando por no considerarlo como preferente en los supuestos de injurias y calumnias, en suma, insultos. Y es que algunos pretenden recurrir al todo es válido, siempre y cuando el vapuleado acepte impertérrito la lluvia de improperios y no ose, en justa reciprocidad, tocarle los bemoles al vilipendiador. Ahí lo dejo, a la consideración de mis cuatro lectores, al decir de los interfectos.

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