“El mundo aquí
descrito podría ser una utopía, aunque irónica y ambigua: la humanidad es
ordenada en castas donde cada uno sabe y acepta su lugar en el engranaje
social, saludable, avanzada tecnológicamente y libre sexualmente. La guerra y
la pobreza han sido erradicadas, y todos son permanentemente felices. Sin
embargo, la paradoja es que todas esas cosas se han alcanzado tras eliminar
muchas otras: la familia, la diversidad cultural, el arte, el avance de la
ciencia, la literatura, la religión, la filosofía y el amor”.
Casualidades o
no, y cuando ya tenía decidido la nueva singladura con este blog en el que
ahora lees estos párrafos, me tropiezo en las últimas páginas del libro que se
deja mencionado con lo siguiente:
“Y, rápidamente,
con una serie de ademanes rituales, desenrolló dos cables conectados a la
batería que llevaba en torno a la cintura; los enchufó simultáneamente a ambos
lados de un sombrero de aluminio; tocó un resorte de la cúspide del mismo y una
antena se disparó al aire; tocó otro resorte al borde del ala, y, como un
muñeco de muelles, saltó un pequeño micrófono que se quedó colgando y
estremeciéndose a unos quince centímetros de su nariz; bajose hasta las orejas
un par de auriculares, pulsó un botón situado en el lado izquierdo del
sombrero, que produjo un débil zumbido, hizo girar otro botón a la derecha, y
el zumbido fue interrumpido por una serie de silbidos y chasquidos estereoscópicos”.
No pude reprimir
la sonrisa y me acordé de la décima que incluí en la entrada del pasado lunes,
la primera de esta etapa recién estrenada, y que dio lugar a que este blog se
mentara del tal guisa. Aunque, y para ser sinceros, iba a ser sombrerito, algo
que a un cabezón no le pegaba ni con cola.
Aparte, pues, de
la enorme escasez de sustancia gris que, según algunos (guion as), adolece –no
es sinónimo de carece; tradúzcanlo por padezco– dentro de la oquedad en la que
debería alojarse el cerebro, casualidades o no de la vida, viene a resultar que
el apéndice o complemento–sombrero–, y en consonancia con las instrucciones,
arriba enunciadas, del libro de marras, será elemento indispensable para estas
andanzas escribidoras. Y como lleva incorporado tanto artilugio para la
comunicación, siento echar por tierra las predicciones del dechado de virtudes
que osó dudar de mis altísimas capacidades. ¿Entienden ahora el porqué no me lo
quito ni para dormir? Aunque no viva en ese mundo feliz dibujado en la novela –ni
falta que me hace; yo soy como uno de los personajes estelares del mismo, al
que mentan, por cierto, el salvaje– uno se defiende en varias facetas. Pero es
capaz de reconocer enormes carencias y penurias en otras.
Vivo feliz,
desahogado, viajo cuando pueda (en las islas me muevo como pez en el agua) y
aunque cargo con varias frustraciones –el caballo, la casa de La Gomera,
militar en el PP, ser asesor de un alto cargo o director de Radio Realejos (me
lo ofreció José Vicente) y otras inconfesables– transito por la etapa de
jubilado sin mayores agobios. Como no sé hacer punto –y mira que mi mujer se ha
empeñado– me desahogo escribiendo. Que es, por otra parte, necesidad vital (más
que comer). Como me percato de que, además, tengo algún que otro seguidor, qué
más puedo pedir. Y son felices, que diría una amiga.
Bueno, probaré,
en esta recién estrenada etapa, el alongarme también los sábados con una
especie de resumen condensado en unas cuantas espinelas. Por ver. Hasta mañana
entonces.
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