miércoles, 5 de enero de 2022

215. Los arrestos de doña Francisca (3)

La maestra contesta al requerimiento en extenso y detalladísimo oficio[1], el 4 de septiembre del mismo año. Me permito la licencia de su transcripción literal, porque puede servirnos de pauta a la hora de calibrar la importancia del pulso establecido y del carácter de la profesora:

En contestación al atento oficio que me dirigió V.S. el 30 del pasado Agosto, debo manifestarle que las consideraciones que me han movido á no admitir en la Escuela que regento á la niña Ana Reyes y Pérez, ni á otras varias de las que han solicitado ingresar en mi escuela después de los exámenes de Julio, son de tres clases. Refiérense las primeras al orden pedagógico, las segundas al higiénico y las terceras al legal.

Atendiendo sólo á las condiciones pedagógicas de la enseñanza, aconseja Narjoux que el número de alumnos de una clase no debe exceder de veinte; pero esto es un ideal cuya realización creemos muy remota en nuestro país. En el mismo caso se encuentra, para nosotros, el máximo de veinticinco que aconseja el eminente publicista y pedagogo español D. Pedro de Alcántara García, y el de treinta y tres, propuesto por la Liga de Enseñanza belga para su Escuela Modelo. Hállase más cerca de la realidad M. Trélat, que parte del número de 40 alumnos; llégase en Francia á un máximo de cincuenta, y son varios los reglamentos de Suiza que señalan el número de sesenta, que es el legal entre nosotros. Esto no obstante, la Junta Local sabe que la que suscribe ha traspasado ese límite, pues presentó en los exámenes de Julio último 82 niñas matriculadas y 61 asistentes, por entender que la enseñanza, aun con ese número, podría darla en medianas condiciones. Me hacía el cargo de que lo que perdiera en intensidad lo ganaría en extensión.

Pero el moviliario (sic) escolar, el orden y la disciplina, el desarrollo físico é intelectual me imponen, en la admisión de alumnas, ciertas limitaciones que, traspasadas, faltarían tan esenciales condiciones de la enseñanza.

Si por una excesiva aglomeración las niñas estuvieran mejor ó peor acinadas (sic), más o menos incómodas, se molestarían constantemente las unas á las otras, no podrían recibir ni dar las lecciones, desfallecería su espíritu merced á un trabajo ingrato en demasía por las malas condiciones en que lo verifican, se resentirían sus cuerpos por la falta de actividad, y se quebrantaría su salud por el envenenamiento lento que les proporcionaría la atmósfera mefítica que respirasen en la clase.

Además, como no podría dar una buena enseñanza sino en virtud de mi intervención directa, y mis fuerzas también tienen su límite, si rebasara éste por admitir un crecido número de alumnas, al mismo tiempo que se agotarían mis energías, se haría extéril (sic) la enseñanza.

La Higiene marcha en esto de acuerdo con la Pedagogía. Si cada alumna ha de disponer en la clase de un espacio dado para que su salud no se menoscabe, dadas las dimenciones (sic) del salón de clase –única pieza en que pasan tres horas seguidas por mañana y tarde– se puede determinar el máximo de alumnas que á él pueden concurrir. M. Trélat aconseja que, siempre que se pueda, debe concederse á cada alumno 1,50 metros £[2]; en Suecia se señalan 1,52; en Suiza, 1,45; en Bélgica, 1,30 (la antigua ley no señalaba sino uno); en Francia y en España, 1,25 (últimas disposiciones); en Sajonia (Dresde) se baja hasta 70 decímetros £ por alumno.

La que suscribe tiene que acusarse de una falta en este punto: siendo el área del salón de clase de la escuela de mi cargo de 56,71m.£, un amor exagerado á la enseñanza de la niñez la llevó a admitir las 82 alumnas mencionadas, reduciendo así el área de cada uno á 69 decímetros £; que quitando al área total 6 m.£ para la mesa, sillón de la maestra y espacio circundante, le quedan tan sólo á cada niña 61,84 decímetros £ (menos de la mitad de lo que prescriben las disposiciones legales).

Si considero la altura y cubicación del salón de clase, mi falta aparece aun mayor, pues disminuyo de un modo notable el alimento respiratorio que debo ofrecer á mis alumnas, alimento que se altera muchas veces, porque, siendo insuficiente en cantidad, ni dispone esta escuela de excelentes medios de ventilación.

Todos los higienistas están de acuerdo en que la capacidad del salón de clase debe ser tal que cada alumno tenga, durante su permanencia en él, la cantidad de aire que deba consumir por la respiración.

La ciencia –dice M. Cruveilher en su “Higiene General”– demuestra que un hombre de mediana corpulencia, respirando 16 ó 17 veces por minuto, é introduciendo en cada inspiración en sus pulmones un tercio de litro próximamente, hace pasar por estos órganos de 7 á 8 m. cúbicos de aire en 24 horas; pero se incurriría en un grave error si se creyera que un hombre reducido á no recibir más que esta cantidad, continuaría viviendo sin sufrimiento. Los hechos demuestran que esta provisión no es bastante, y que un hombre tiene necesidad de 8 á 10 metros cúbicos, ó 6 como mínimo, por hora, pues que no basta encontrar el oxígeno necesario para su consumo, sino que necesita que este gas se halle convenientemente diluido. M. Pecaut, apoyándose en los datos del fisiólogo Kuss, dice  en su “Curso de Higiene” que para que la atmósfera permanezca pura, es decir, para que quede salubre, es preciso suministrar al hombre 10 metros cúbicos de aire por hora. Y M. Riant, en su “Higiene Escolar”, sienta la conclusión –que razona con datos irrecusables– de que el aire de una clase no conserva su pureza para los sentidos y su inocuidad, sino en tanto que se suministran de 10 á 15 metros cúbicos de aire puro por niño y por hora.

(continuamos mañana)



[1]  Registro de entrada número 441,

[2]  Curiosa manera de indicar la maestra que se trata de metros cuadrados.

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