En
contestación al atento oficio que me dirigió V.S. el 30 del pasado Agosto, debo
manifestarle que las consideraciones que me han movido á no admitir en la
Escuela que regento á la niña Ana Reyes y Pérez, ni á otras varias de las que
han solicitado ingresar en mi escuela después de los exámenes de Julio, son de
tres clases. Refiérense las primeras al orden pedagógico, las segundas al
higiénico y las terceras al legal.
Atendiendo
sólo á las condiciones pedagógicas de la enseñanza, aconseja Narjoux que el
número de alumnos de una clase no debe exceder de veinte; pero esto es un ideal
cuya realización creemos muy remota en nuestro país. En el mismo caso se
encuentra, para nosotros, el máximo de veinticinco que aconseja el eminente publicista
y pedagogo español D. Pedro de Alcántara García, y el de treinta y tres,
propuesto por la Liga de Enseñanza belga para su Escuela Modelo. Hállase más
cerca de la realidad M. Trélat, que parte del número de 40 alumnos; llégase en
Francia á un máximo de cincuenta, y son varios los reglamentos de Suiza que
señalan el número de sesenta, que es el legal entre nosotros. Esto no obstante,
la Junta Local sabe que la que suscribe ha traspasado ese límite, pues presentó
en los exámenes de Julio último 82 niñas matriculadas y 61 asistentes, por
entender que la enseñanza, aun con ese número, podría darla en medianas
condiciones. Me hacía el cargo de que lo que perdiera en intensidad lo ganaría
en extensión.
Pero
el moviliario
(sic) escolar, el orden y la disciplina, el desarrollo físico é intelectual
me imponen, en la admisión de alumnas, ciertas limitaciones que, traspasadas,
faltarían tan esenciales condiciones de la enseñanza.
Si
por una excesiva aglomeración las niñas estuvieran mejor ó peor acinadas (sic), más o menos incómodas,
se molestarían constantemente las unas á las otras, no podrían recibir ni
dar las lecciones, desfallecería su espíritu merced á un trabajo ingrato en
demasía por las malas condiciones en que lo verifican, se resentirían sus
cuerpos por la falta de actividad, y se quebrantaría su salud por el
envenenamiento lento que les proporcionaría la atmósfera mefítica que
respirasen en la clase.
Además,
como no podría dar una buena enseñanza sino en virtud de mi intervención
directa, y mis fuerzas también tienen su límite, si rebasara éste por admitir
un crecido número de alumnas, al mismo tiempo que se agotarían mis energías, se
haría extéril (sic) la enseñanza.
La
Higiene marcha en esto de acuerdo con la Pedagogía. Si cada alumna ha de
disponer en la clase de un espacio dado para que su salud no se menoscabe,
dadas las dimenciones (sic) del salón de clase –única pieza en que pasan tres
horas seguidas por mañana y tarde– se puede determinar el máximo de alumnas que
á él pueden concurrir. M. Trélat aconseja que, siempre que se pueda, debe
concederse á cada alumno 1,50 metros £[2]; en Suecia se señalan 1,52; en
Suiza, 1,45; en Bélgica, 1,30 (la antigua ley no señalaba sino uno); en Francia
y en España, 1,25 (últimas disposiciones); en Sajonia (Dresde) se baja hasta 70
decímetros £ por alumno.
La
que suscribe tiene que acusarse de una falta en este punto: siendo el área del
salón de clase de la escuela de mi cargo de 56,71m.£, un amor exagerado á la enseñanza de la
niñez la llevó a admitir las 82 alumnas mencionadas, reduciendo así el área de
cada uno á 69 decímetros £; que quitando al área total 6
m.£ para la mesa, sillón de la maestra y espacio
circundante, le quedan tan sólo á cada niña 61,84 decímetros £ (menos de la mitad de lo que prescriben las
disposiciones legales).
Si
considero la altura y cubicación del salón de clase, mi falta aparece aun
mayor, pues disminuyo de un modo notable el alimento respiratorio que debo
ofrecer á mis alumnas, alimento que se altera muchas veces, porque, siendo
insuficiente en cantidad, ni dispone esta escuela de excelentes medios de
ventilación.
Todos
los higienistas están de acuerdo en que la capacidad del salón de clase debe
ser tal que cada alumno tenga, durante su permanencia en él, la cantidad de
aire que deba consumir por la respiración.
La
ciencia –dice M. Cruveilher en su “Higiene General”– demuestra que un hombre de
mediana corpulencia, respirando 16 ó 17 veces por minuto, é introduciendo en
cada inspiración en sus pulmones un tercio de litro próximamente, hace pasar
por estos órganos de 7 á 8 m. cúbicos de aire en 24 horas; pero se incurriría
en un grave error si se creyera que un hombre reducido á no recibir más que
esta cantidad, continuaría viviendo sin sufrimiento. Los hechos demuestran que
esta provisión no es bastante, y que un hombre tiene necesidad de 8 á 10 metros
cúbicos, ó 6 como mínimo, por hora, pues que no basta encontrar el oxígeno
necesario para su consumo, sino que necesita que este gas se halle
convenientemente diluido. M. Pecaut, apoyándose en los datos del fisiólogo
Kuss, dice en su “Curso de Higiene” que
para que la atmósfera permanezca pura, es decir, para que quede salubre, es
preciso suministrar al hombre 10 metros cúbicos de aire por hora. Y M. Riant,
en su “Higiene Escolar”, sienta la conclusión –que razona con datos
irrecusables– de que el aire de una clase no conserva su pureza para los
sentidos y su inocuidad, sino en tanto que se suministran de 10 á 15 metros
cúbicos de aire puro por niño y por hora.
(continuamos
mañana)
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