El alma del pueblo es esencialmente demócrata. En el Puerto
de la Cruz viven marineros, recios trabajadores de la mar, de rostros
bronceados, de mirar pleno de inquietudes. Son ellos gentes de charla franca,
que a veces rezan blasfemando. El mar es su vida, su sueño. En él buscan el
tesoro kaleidoscópico [sí, con esa elegante k] y maravilloso de los peces.
Los portuenses han heredado del Atlántico las audacias, las
rebeldías, las inquietudes. El mar ha sido su maestro.
Este pueblo ribereño ─por
Luzardo y Franchy fundado ─conserva
las huellas de sus glorias pasadas. Sobre rocas levántase aún el Castillo de S.
Felipe, vestigio de sus pasadas edades bélicas, cuando el Puerto de la Cruz era
plaza fuerte, cuando los centinelas, en el secreto de las noches, vigilaban desde
sus garitas, como genios avizores de la penumbra…
Levantada está todavía la fortaleza de S. Telmo, con sus
garitas y balaustradas y con su clásica ermita, sobre ella construida por el
gremio de mareantes. Los conventos son los vestigios de su pasada religiosidad.
Antaño, frailes y monjas oraban en estos hoy derruidos monasterios, por donde
han pasado manos non sanctas… En tiempos que fueron, se oían las vocecillas
virginales de las monjas, que hacían viajar sus pensamientos por senderos
estelares… En este rincón encantador
vivió aquella monja de santidad exquisita, sor María de San Antonino Lorenzo y
Fuentes, apellidada la Sierva de Dios, la monja de los milagros y de las leyendas,
y cuyos restos consérvanse aún en el monasterio de Nuestra Señora de las Nieves.
Sus calles ─hermosas,
amplias y rectilíneas─ están dedicadas a sus hijos ilustres. Ellas evocan los
nombres de Iriarte, Luis de la Cruz y Ríos, Bethencourt, Pérez Zamora, Esquivel…
Por su iglesia
parroquial pasaron tres figuras de sacerdotes venerables: Sosa, Esquivel y
Brito. Y en la actualidad, en ella despliega su celo apostólico el digno
párroco, doctor Marín Sebastián.
El mar y la cruz
dieron nombre a este simpático pueblo ribereño, que se adorna con árboles y
espumas. Dios le colocó cariñosamente a la vera del Atlántico. Y éste ha sido
su ruta, su camino, su porvenir. ¡Senda ampliamente abierta al comercio, a la
navegación! Posee el milagro de sus curativas aguas de San Telmo, casualmente
descubiertas por un albañil, el insigne Rapadura.
Tiene el Puerto
sitios deliciosos, aureolados de bucólicos encantos. En la umbría surge la
ermita de San Amaro, piadosamente nimbada con primores de leyenda. Esta nos
dice que dicho santuario fue fundado por el Adelantado como ofrenda de gratitud
a Nuestra Señora de la Paz, por haberse celebrado en aquel sitio la unión entre
guanches y españoles. Aquellos lugares pintorescos, por tal razón fueron bautizados
con el nombre de La Paz. Y la ermita sigue en la umbría soñando con la tradición,
rodeada poéticamente de cipreses y plátanos del Líbano.
En las noches
románticas y estrelladas, el Puerto de la Cruz semeja un remanso, un rincón de
quietud. Es un pueblo que duerme acurrucado a la orilla de las playas, mecido
al vaivén de las olas. Diríase una gigantesca concha marina traída por impulso
del mar hacia la ribera. El Puerto de la Cruz ha sentido sobre sus espaldas el
latigazo fatal de pueblos rivales, que han impedido su emancipación… En tiempos
patriarcales, este lugar debió ser un embelesador rincón de la feliz Arcadia soñada, coronado de arboledas, poblado
de zagalas y pastores, orlado por el encaje de las espumas, que circundan sus
playas, como blancos festones.
Tiene por cronista
al distinguido historiógrafo Montes de Oca García, alma grande, que huye del presente
y se refugia en el pasado.
En la mística
quietud de los atardeceres maravillosos, el sol sangra gloriosamente sobre la
planicie azul. El Puerto de la Cruz es el pueblo de mis ensueños, de mis
romanticismos. Al murmullo de las olas de su mar mecióse mi cuna. En él vi la
luz primera y gocé de los embelesos infantiles. Allí pasé mi edad de oro, edad
luminosa que nunca vuelve… En él balbucí por vez primera los preceptos del Decálogo.
En él fui niño. En él vive la señora de mis pensamientos, la que ha de acompañar
mi peregrinación. Todo él está para mí poblado de recuerdos, de remembranzas.
Cada rincón encierra un poema de mi florida niñez.
Yo amo sus monasterios
vetustos, sus espumas y sus rocas, las estrellas que tachonan su cielo, sus
rincones que guardan secretos de los primeros pasos de mi vida. Yo adoro sus
tradiciones y sus leyendas, sus castillos erguidos sobre las rocas como viejos
centinelas. Yo amo sus ermitas y sus capillas en agrestes senderos perdidas… Yo
admiro a sus mujeres, que ostentan en sus ojos esplendores pasionales, y a sus bronceados
marineros, esos simpáticos obreros de la mar. Me deleitan las sonrisas de sus
amaneceres y las melancolías de sus puestas de sol.
¡Pueblo del sol y
del mar, pueblo de la democracia y de los marineros, pueblo de castillos y monasterios,
pueblo de rocas y espumas, pueblo de audacias y rebeldías, pueblo de las olas,
pueblo del Atlántico, pueblo de mis amores, pueblo mío, yo te saludo
efusivamente desde el rincón enseñador de Arautápala, cuando te contemplo
dulcemente recostado en la ribera y envuelto en la caricia de tus blancas y
rizadas espumas nacarinas!
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Qué va. Yo no sé
escribir tan bien. Mi alumbrado es de cruce, no de carretera. Fue publicado
hace un siglo (10 de diciembre de 1921) en la página 1 de Gaceta de Tenerife.
Lo firmaba Sebastián Padrón Acosta (Puerto de la Cruz, 1900-Santa Cruz de
Tenerife, 1953), sacerdote, escritor, crítico literario e historiador.
Y si deseas
profundizar algo más acerca de su biografía y obra, puedes pinchar en este
enlace: https://es.wikipedia.org/wiki/Sebastián_Padrón_Acosta
Hasta el próximo lunes.
A no ser que el PP realejero vuelva a vetar a alguien. ¿Yo? Imposible, soy un
cero a la IZQUIERDA.
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