viernes, 10 de diciembre de 2021

196. Puerto de la Cruz

Es el pueblo de mis ensueños, de mis romanticismos, de mis amores. Está situado en una hondonada, a la orilla del Atlántico sonoro. El gran Hotel Taoro es su triunfal diadema.

El alma del pueblo es esencialmente demócrata. En el Puerto de la Cruz viven marineros, recios trabajadores de la mar, de rostros bronceados, de mirar pleno de inquietudes. Son ellos gentes de charla franca, que a veces rezan blasfemando. El mar es su vida, su sueño. En él buscan el tesoro kaleidoscópico [sí, con esa elegante k] y maravilloso de los peces.

Los portuenses han heredado del Atlántico las audacias, las rebeldías, las inquietudes. El mar ha sido su maestro.

Este pueblo ribereño ─por Luzardo y Franchy fundado conserva las huellas de sus glorias pasadas. Sobre rocas levántase aún el Castillo de S. Felipe, vestigio de sus pasadas edades bélicas, cuando el Puerto de la Cruz era plaza fuerte, cuando los centinelas, en el secreto de las noches, vigilaban desde sus garitas, como genios avizores de la penumbra…

Levantada está todavía la fortaleza de S. Telmo, con sus garitas y balaustradas y con su clásica ermita, sobre ella construida por el gremio de mareantes. Los conventos son los vestigios de su pasada religiosidad. Antaño, frailes y monjas oraban en estos hoy derruidos monasterios, por donde han pasado manos non sanctas… En tiempos que fueron, se oían las vocecillas virginales de las monjas, que hacían viajar sus pensamientos por senderos estelares…  En este rincón encantador vivió aquella monja de santidad exquisita, sor María de San Antonino Lorenzo y Fuentes, apellidada la Sierva de Dios, la monja de los milagros y de las leyendas, y cuyos restos consérvanse aún en el monasterio de Nuestra Señora de las Nieves.

Sus calles ─hermosas, amplias y rectilíneas─ están dedicadas a sus hijos ilustres. Ellas evocan los nombres de Iriarte, Luis de la Cruz y Ríos, Bethencourt, Pérez Zamora, Esquivel…

Por su iglesia parroquial pasaron tres figuras de sacerdotes venerables: Sosa, Esquivel y Brito. Y en la actualidad, en ella despliega su celo apostólico el digno párroco, doctor Marín Sebastián.

El mar y la cruz dieron nombre a este simpático pueblo ribereño, que se adorna con árboles y espumas. Dios le colocó cariñosamente a la vera del Atlántico. Y éste ha sido su ruta, su camino, su porvenir. ¡Senda ampliamente abierta al comercio, a la navegación! Posee el milagro de sus curativas aguas de San Telmo, casualmente descubiertas por un albañil, el insigne Rapadura.

Tiene el Puerto sitios deliciosos, aureolados de bucólicos encantos. En la umbría surge la ermita de San Amaro, piadosamente nimbada con primores de leyenda. Esta nos dice que dicho santuario fue fundado por el Adelantado como ofrenda de gratitud a Nuestra Señora de la Paz, por haberse celebrado en aquel sitio la unión entre guanches y españoles. Aquellos lugares pintorescos, por tal razón fueron bautizados con el nombre de La Paz. Y la ermita sigue en la umbría soñando con la tradición, rodeada poéticamente de cipreses y plátanos del Líbano.

En las noches románticas y estrelladas, el Puerto de la Cruz semeja un remanso, un rincón de quietud. Es un pueblo que duerme acurrucado a la orilla de las playas, mecido al vaivén de las olas. Diríase una gigantesca concha marina traída por impulso del mar hacia la ribera. El Puerto de la Cruz ha sentido sobre sus espaldas el latigazo fatal de pueblos rivales, que han impedido su emancipación… En tiempos patriarcales, este lugar debió ser un embelesador rincón de la feliz  Arcadia soñada, coronado de arboledas, poblado de zagalas y pastores, orlado por el encaje de las espumas, que circundan sus playas, como blancos festones.

Tiene por cronista al distinguido historiógrafo Montes de Oca García, alma grande, que huye del presente y se refugia en el pasado.

En la mística quietud de los atardeceres maravillosos, el sol sangra gloriosamente sobre la planicie azul. El Puerto de la Cruz es el pueblo de mis ensueños, de mis romanticismos. Al murmullo de las olas de su mar mecióse mi cuna. En él vi la luz primera y gocé de los embelesos infantiles. Allí pasé mi edad de oro, edad luminosa que nunca vuelve… En él balbucí por vez primera los preceptos del Decálogo. En él fui niño. En él vive la señora de mis pensamientos, la que ha de acompañar mi peregrinación. Todo él está para mí poblado de recuerdos, de remembranzas. Cada rincón encierra un poema de mi florida niñez.

Yo amo sus monasterios vetustos, sus espumas y sus rocas, las estrellas que tachonan su cielo, sus rincones que guardan secretos de los primeros pasos de mi vida. Yo adoro sus tradiciones y sus leyendas, sus castillos erguidos sobre las rocas como viejos centinelas. Yo amo sus ermitas y sus capillas en agrestes senderos perdidas… Yo admiro a sus mujeres, que ostentan en sus ojos esplendores pasionales, y a sus bronceados marineros, esos simpáticos obreros de la mar. Me deleitan las sonrisas de sus amaneceres y las melancolías de sus puestas de sol.

¡Pueblo del sol y del mar, pueblo de la democracia y de los marineros, pueblo de castillos y monasterios, pueblo de rocas y espumas, pueblo de audacias y rebeldías, pueblo de las olas, pueblo del Atlántico, pueblo de mis amores, pueblo mío, yo te saludo efusivamente desde el rincón enseñador de Arautápala, cuando te contemplo dulcemente recostado en la ribera y envuelto en la caricia de tus blancas y rizadas espumas nacarinas!

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Qué va. Yo no sé escribir tan bien. Mi alumbrado es de cruce, no de carretera. Fue publicado hace un siglo (10 de diciembre de 1921) en la página 1 de Gaceta de Tenerife. Lo firmaba Sebastián Padrón Acosta (Puerto de la Cruz, 1900-Santa Cruz de Tenerife, 1953), sacerdote, escritor, crítico literario e historiador.

Y si deseas profundizar algo más acerca de su biografía y obra, puedes pinchar en este enlace: https://es.wikipedia.org/wiki/Sebastián_Padrón_Acosta

Hasta el próximo lunes. A no ser que el PP realejero vuelva a vetar a alguien. ¿Yo? Imposible, soy un cero a la IZQUIERDA.

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