Reconozco no ser un asiduo de las sesiones plenarias. Puede
que haya quedado saciada tal apetencia en épocas pasadas. Pero, muy de vez en
cuando, vislumbro, por esos vericuetos de la internet, pasajes audiovisuales
que no me gustan nada. Donde se palpa la prepotencia de quienes no aceptan
notas discordantes. Y los episodios de las unanimidades, derivadas del ordeno y
mando de tan tristes recuerdos, creía un servidor superados para siempre jamás.
Craso error. Se atisban demasiados tics autoritarios por parte de quienes,
amparados en meras cuestiones de número, no son capaces de reconocer que otros,
siquiera por equivocación, pueden tener razón en sus planteamientos.
He sostenido desde siempre –y ahí están colgados cientos de
artículos en este y anteriores soportes en los que plasmo por escrito opiniones
a vuelapluma– que no es este PP realejero diferente de aquel del Aznar abusador
y echado pa´lante de su segundo mandato (2000-2004). Porque por mucho que se intenten
disfrazar con sus aparentes buenos modos y tácticas del bien quedar, subyacen
convulsiones que afloran, poniendo sobre el tapete reminiscencias de lo que han
mamado ideológicamente. Recuerden, el manual de instrucciones. Caen los
disfraces de mansos corderos y aparecen los instintos del mamífero carnicero,
semejante a un perro grande, pelaje de color gris oscuro, cabeza aguzada,
orejas tiesas y cola larga con mucho pelo, salvaje, gregario y que ataca al
ganado. O al rebaño, que se estila ahora. O a la oposición, ya puestos.
¿Exageras? Ni tanto así. Aquí, en mi pueblo, el grupo
gobernante no acepta que esa oposición sugiera lo más mínimo. Se pretende
acallar su voz mediante el comentario descalificatorio y el intento de
ridiculizar sus intervenciones. Deben ser esos seis concejales unos ineptos de tomo
y lomo ante la sapiencia y brillantez de los quince restantes. Basta escuchar bastantes
de sus prédicas, y compararlas con las citas textuales que ponen en sus bocas
las notas de prensa institucionales, para desengañarte. O morirte de asco. O de
risa. Podría contar lo de haigan, vaigan o La Gorgolana. ¡Ay!, bien harían en mirarse algo más en el espejo.
Hagan como su jefe, que lo hace unas veinte veces al día para su
autocomplacencia. Mecachis, que guapo soy, decía Arniches.
Lo malo es que son víctimas de sus propias contradicciones.
Y resbalan estrepitosamente. Porque al copiar las propuestas ajenas –eso sí,
pasado un tiempo prudencial para que los suspicaces, como yo, no le reprochen
nada– demuestran su total ineficacia, el coste desmedido y la merma de las
arcas públicas. Pero como saben aprovechar los medios a su alcance –incluso aquellos
que son de todos y no de su exclusivo uso– los voceros de turno bien se
encargan de amplificar hasta las nimiedades más increíbles. Sigue vigente la
venta de humo. Y si para tal menester es preciso escachar, o ridiculizar, al
adversario político, nada que objetar.
Es el respeto sinónimo de miramiento, consideración,
deferencia. Me da que son conceptos muy alejados de quienes tiran la piedra y
esconden la mano, de quienes te abrazan y ocultan el puñal en su espalda, de
los que te dan el beso pero en realidad quieren morderte la oreja.
La falsedad, la hipocresía, la apariencia, en suma, el
disfraz. Se ha impuesto un modus operandi más propio de otros regímenes. Pero
mi pueblo –no creo que ninguno de los prepotentes lo sienta más que yo– no
podrá seguir siempre durmiendo. Despertará. Seguro. Y caerán palmeras altivas y
orgullosas. No les voy a desear que se dediquen a barrer, porque ese oficio es
mucho más noble que el que algunos ejercen –es un decir– desde sus poltronas.
Aunque mucho peor pagado y con horarios mucho más intempestivos.
Sí, las apariencias engañan.
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