Hombre (o mujer), qué quieres que te diga. Yo también estoy
asustado. La desgracia de estar encuadrado en el grupo de los septuagenarios me
tiene bailando sobre la pata buena. Nos han dejado en medio de la tormenta perfecta.
A veces pienso que nos puede la psicosis. Y de ello se aprovechan medios (y
cuartos) de comunicación para hacer no el agosto, sino el verano completo. Que
viven de hechos puntuales, a los que les añaden unos puñados de morbo con unos (¿o
unas?) Rocíos apenas. Esto es como la calle con 99 bombillas encendidas y 1
apagada. ¿En cuál ponemos el foco?
Este pasado invierno no hubo ni un ingreso hospitalario por
la tan temida gripe de años anteriores. Ni un fallecido. Por favor, si tú lo
has escuchado o tienes constancia de mi error, no dudes en hacérmelo saber.
Porque yo solo oigo que por ahora el enemigo es el invasor chino. De aquella,
ni la A ni la Z.
No hay constancia científica de que la vacuna Oxford/Astrazeneca
ponga sobre el tapete más efectos secundarios que otro medicamento cualquiera. ¿O
ya no leemos los prospectos? ¿Hemos corrido tupido velo al contenido del
extensísimo folleto? Parece ser que sí. Y corresponde cargar tintas contra un
nuevo enemigo. Que, el muy bandido, ha causado estragos en una muestra tan
insignificante de vacunados, que haría el ridículo más espantoso ante cualquier
antibiótico que requiere la acción de los protectores de estómago. Que sí,
carajo, porque nos olvidamos que te curan de cualquier infección bacteriana,
pero te revientan el depósito de los alimentos. Y luego, cuando estés pachucho,
mustio y consumido, vuelves a la consulta y te dicen que el causante es un
virus que anda. Oriental o nórdico, qué más da.
Pienso, honradamente, que el exceso de información –desinformación,
en suma– origina demasiados quebraderos de cabeza. Y como ya todos sabemos de
todo –las cátedras se adquieren con dos pinceladas en las redes sociales– nos
creemos en el derecho de salir a lucirnos, demostrando conocimientos tan
inconsistentes como los me gusta del bien quedar. Y espetamos con alegría
desmedida: Yo no me vacuno, ni loco. En tal o cual lugar tuvo un trombo uno de
los veinte millones y… ¿Y qué? ¿Suspendemos la campaña de vacunación y privamos
al 99,999% de ciudadanos de la posibilidad de volver a la normalidad cuanto
antes porque te correspondió ser la excepción que confirma la regla?
Antes de operarme de hiperplasia benigna de próstata (vamos,
que la susodicha creció lo que no debía y más) estuve tomando unas pastillas
(Tavanic), cuyo principio activo (levofloxacino) me cayó como una patada en el
testículo izquierdo (presumir de los dos a estas alturas de la vida queda mal
visto) y me salieron erupciones (ronchas) hasta donde no estaba escrito. Pues
nada, me tocó ser otro conejillo de Indias con respecto a los efectos adversos,
pero aquí estoy destupido y meando con sumo deleite y tranquilidad. Vaya lo uno
por lo otro. ¿Y si te mueres? No, aquí te vas a quedar haciéndole la competencia
a un tal Matusalén (969 años según la Biblia).
Esta pandemia nos está enseñando muchas cosas. Pero la
principal, entiendo, es que ha desaparecido el resto de enfermedades. Que sí,
claro que no es verdad, aunque seguro que tú también lo has pensado más de una vez
porque solo hablamos del coronavirus. Y de seguir desconfiando, como van a
llegar muchas más vacunas (otras marcas, me refiero; en este artículo no entra
lo del negocio) dentro de poco, a todos los que coja la policía con fiestas y
diversiones varias, en vez de ponerles una multa –que a lo mejor no pagan– a
inyectarles AstraZeneca. Y al que proteste, cuatro dosis.
Mientras, sigo esperando el mensaje. Porque yo sí me vacuno.
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