miércoles, 9 de junio de 2021

73. Epígolo

Mucho me costó llegar a decir estómago. Inmensos recorridos plataneros ─el maestro me aconsejó que lo repitiera hasta cuando le cogía la hierba a los conejos─ y demasiados estógamos me supusieron enormes quebraderos de cabeza. Solo por eso, y no es poco, me ha dado la tremenda gana de epigolar ─qué verbo más raro─ este relato. No es el final, ni la consecuencia o la prolongación. Es, simplemente, la última aclaración.

Te podría preguntar ahora: ¿te gustó? Y tú contestarme: me supo. Sería lo ideal, ¿no crees? Porque esta extraña mezcla pudo resultar explosiva. Pero se trata ─en el fondo, muy en el fondo─ de un cuento navideño ─¿sólo? ─, no te olvides. Lo malo es que en este mundo nuestro, más revuelto cada vez, ni fechas tan señaladas se respetan. No hay treguas, ni altos en el camino. La dinámica del acelerón conduce en este maremágnum de prisas a metas inciertas. Prevalece el todo vale y que cada palo aguante su vela. Se olvidó el tender la mano al necesitado para ayudarle a sobrevivir, a sacar a mucha gente de profundos pozos. La sociedad de consumo ha alcanzado grados inimaginables de paroxismo. No sé para qué vale, pero como no ocupa lugar... Puede ser el ejemplo de una filosofía rara, atípica. Pero el optimismo de los cambios cíclicos que la historia nos ha deparado, hace que mantengamos la esperanza.

Ante mí un cuadro de punto de cruz. Que representa dos menudos personajes enfrascados en sus estudios. Él,  reflexivo y serio, parece no hallar la solución al problema planteado. Pero en su bolsillo trasero asoma la guindadera de siempre. La del palo en forma de y griega mayúscula y los elásticos obtenidos de cualquier neumático inutilizado. O, mejor, los eslásticos de los gosmáticos. ¿O tal vez diosmáticos? Sí, de los mismos que valían de inmensos flotadores en ese mar del relato, cuando las colchonetas y demás artilugios eran aún productos desconocidos. Parece que el chico tiene tiempo para las dos cosas, para la preparación intelectual y para el ejercicio de sus actividades manuales. Que pueden pasar, perfectamente, por los tiros indiscriminados a los lagartos de los molleros y paredes. Pero nunca al mal intencionado de los mal denominados estudiantes de ahora mismo, de cuando redacto estas líneas. Porque ojalá cuando alguien las lea constituyan un anacronismo. Me alegraría profundamente de haber metido la jambe.

¿Y ella? Déjalo estar, si nos dan vuelta y media en todo. Parece no tener mayores dudas en llevar a cabo su labor instructiva.

¿Cuento-poema o poema-cuento? ¿Qué te cuento? Ahí estuvo. Siete estaciones, siete estadios, siete paradas, siete fondas en la mar, que diría la canción. Todas surgidas de las profundidades del Atlante. A la espera de una octava ─admito reproches gracioseros─ en unos millones apenas de años. ¿Y qué es tal período para un cuento? Una distancia aparentemente larga de un extremo al otro. Pero escuché una vez, eso dicen los entendidos, que un avión militar de no sé qué marca tardaría apenas seis o siete minutos en sobrevolar este espacio del cuento. Siempre que el pistoletazo de salida se dé cuando ya alcance su máxima velocidad. Es decir, que deberá coger impulso desde África, para cuando esté en la vertical de La Graciosa vaya a toda pastilla. Eso de coger impulso me recuerda nuevamente el carnero mocho ─léase, sin cuernos─ y traicionero a más no poder, que agarraba a sus contrincantes por sorpresa. Contando con la ventaja de ser confundido con una oveja si lo mirabas por la trompa. Qué hocico. Porque si tenías la oportunidad de observarlo por la retaguardia, comprobabas que le sobraban ‘argumentos’. Bien colocados y colgantes, como los jardines de Babilonia. ¡Ay, maravillas del mundo! Algo te dije en el relato, pero fue la envidia de los alrededores, el number guan entre el ganado lanar femenino. Las tenía desmelenadas perdidas. ¿Cabras locas? Tal vez no, pero familias sí.

En fin, perdónenme las abuelas. Sobre todo aquellas a las que los años les ha endurecido el oído. Puede que por haber escuchado más de la cuenta. Y al final, como casi siempre, para lo que hay que oír. Así se consuela hasta aquel que la miopía le ha causado tremendos estragos.

Hablaremos mañana con más detenimiento, decía mi suegra tras pasar cinco larguísimas horas de charla con la vecina. Por ello, lo dejamos aquí, ¿te parece? Y así tenemos la excusa de volvernos a ver, que son señas de volver.

Ya está. Menudo éxito si alcanzaste esta página. Aunque hayas pegado por detrás. Como me señalaba un chico en clase, menos mal que tenemos la telebasura, si no, lo mismo nos poníamos a leer, con lo aburrido que es tal menester. Y cansado. Eres el rival más débil. Adiós.

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Otra más de las locuras con las que me sorprende el ordenador. Ni me acuerdo si ha sido publicado con anterioridad. Y que guardo a buen recaudo por si un día me da por editar boberías. Material existe. Dinero, ni un euro. Y como no pienso llorar ante nadie, por si me censuran…

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