El tiempo (atmosférico) podría definirse, como mínimo, de
raro. Se hallaba a media mitad (que debe ser un cuarto) entre la clásica panza de burro y un atisbo de
nubes altas con algo de calima en las capas altas, que dirían los meteorólogos.
En la mar comenzaban a signarse ribetes blanquecinos, señal inequívoca de que
ya se viraba, que aquella bonanza y calma chicha de días anteriores tenía los
minutos contados. No me sumergió el hecho en un ídem de confusiones, pues uno
es más bien de secano y tanto El Socorro como Punta Brava no me seducen
demasiado.
Se escuchaba de manera harto significativa la escandalera de
las aves del Loro Parque. Sí, las que están en La Bartolona. Pero tú eres
demasiado joven para recordar estos nombres de antaño. De cuando la carretera
se encontraba adornada con unos hermosos eucaliptos, que pasaron a peor vida
cuando el progreso impuso su ritmo.
Jolines, me dije, algo raro se cuece. No me gusta nada este
ambiente. Me voy a dar la vuelta, cojo el coche (estaba bien aparcado por fuera
del Pabellón de Basilio) y me largo para casa. Pero no me dio tiempo. El otro,
el cronológico. Del costado del Poniente del Parque surgió una minúscula bola
(como si de una pelota de golf se tratase) de color rojizo y con muchas
protuberancias en prácticamente toda la superficie, que se dirigió hacia mí a
velocidad vertiginosa. Aquello me recordó esas películas del oeste americano
cuando cabalga el fulano por el desierto y se levanta tremenda ventolera, que
provoca, amén de la polvareda de turno, la súbita aparición de balones
vegetales que ruedan y danzan al compás
de los resoplidos de Eolo.
Como la pierna derecha no me permite mayores alardes en las
carreras de fondo (de ahí que no participe en la Bluetrail), cuando hice ademán
de girar 180º, ya estaba ante mis narices –sí, flotaba– el globo con
erupciones.
–Hola, tronco, soy el coronavirus y aún no he desayunado.
–Ya, coño, este me vio cara de bobo y se quiere quedar
conmigo. La madre que lo parió.
No me preguntes cómo lo hice, pero la reacción fue
fulminante. Atiné a cogerlo por uno de sus tentáculos y pasaron por mi mente
los pretéritos episodios en los que uno practicaba diversas modalidades
atléticas y lo lancé tan lejos como me permitieron las fuerzas de las
extremidades superiores. Con la inestimable colaboración de una guagua que
pasaba en esos momentos y el bicho fue absorbido por esa atracción fatal que
provocan los vehículos de grandes dimensiones (¿a ti no te ha llevado el
sombrero cuando un camión, o similar, circula a buen ritmo y te coge
desprevenido? Ah, que el del sombrero soy yo).
–¡Qué suerte! ¿Qué hago? ¿Dónde habrá caído el invasor?
¡Chiquito tesegue (persona, animal o cosa de gran tamaño) de virus! ¿Me lo
habré cargado para siempre jamás y la humanidad me reconocerá –en acto público,
presencia de autoridades, con fotos y entrega de la metopa correspondiente– el
acto heroico? Estoy hecho un flan. Qué nervios.
Me consolé y como vislumbré que se aproximaba el grupito de
madres que ya habían dejado a los chicos en el colegio, respiré hondo (con la
mascarilla bien ajustada, no sea que el inmundo hubiese dejado contaminado
aquel sector) y proseguí el paseo.
Pero hete aquí que cuando paso por La Carajita siento un
extraño ruido, como cuando baja un chorro de agua por la calle tras una intensa
lluvia, y al girar la cabeza hacia La Montaña vislumbro otras dos bolas que
descendían, esta vez rodando, por la carretera de La Higuerita. Se me antojaron
más gordas que la anterior. Como si se hubiesen zampado cada una un par de
arepas: una reina pepiada y una gringa, por ejemplo.
No te miento. Sentí miedo y me quedé como la mujer de Lot:
petrificado (¿o salinizado?). Sí, tú ríete, pero se me subieron al gaznate. La
saliva se me secó. Y lo peor de todo es que las condenadas esferas vuelven a
realizar idéntica jugada a la primera:
–Hola, tronco, somos clones (variante embaifada, me aclaran)
de la que te cargaste antes…
(finalizamos mañana)
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