lunes, 7 de junio de 2021

71. Día aciago (1)

Tranquilamente paseaba por el tramo comprendido entre El Bosque de La Gorvorana (lo poco que resta de aquel que otrora atrajera al incipiente turismo inglés de Puerto de la Cruz y que tantas concurrencias de los denominados Exploradores concitó en un pasado no tan lejano, cuyas reseñas periodísticas aún nos llaman la atención cuando nos sumergimos en las hemerotecas de las dos universidades canarias) y el Parque de La Higuerita. Me extrañaba sobremanera que no me tropezara con más viandantes. Vamos, que iba con la mosca tras la oreja, porque esa zona de la autovía suele ser una de las tantas avenidas del colesterol y frecuentada por individuos de todo pelaje.

El tiempo (atmosférico) podría definirse, como mínimo, de raro. Se hallaba a media mitad (que debe ser un cuarto) entre la clásica panza de burro y un atisbo de nubes altas con algo de calima en las capas altas, que dirían los meteorólogos. En la mar comenzaban a signarse ribetes blanquecinos, señal inequívoca de que ya se viraba, que aquella bonanza y calma chicha de días anteriores tenía los minutos contados. No me sumergió el hecho en un ídem de confusiones, pues uno es más bien de secano y tanto El Socorro como Punta Brava no me seducen demasiado.

Se escuchaba de manera harto significativa la escandalera de las aves del Loro Parque. Sí, las que están en La Bartolona. Pero tú eres demasiado joven para recordar estos nombres de antaño. De cuando la carretera se encontraba adornada con unos hermosos eucaliptos, que pasaron a peor vida cuando el progreso impuso su ritmo.

Jolines, me dije, algo raro se cuece. No me gusta nada este ambiente. Me voy a dar la vuelta, cojo el coche (estaba bien aparcado por fuera del Pabellón de Basilio) y me largo para casa. Pero no me dio tiempo. El otro, el cronológico. Del costado del Poniente del Parque surgió una minúscula bola (como si de una pelota de golf se tratase) de color rojizo y con muchas protuberancias en prácticamente toda la superficie, que se dirigió hacia mí a velocidad vertiginosa. Aquello me recordó esas películas del oeste americano cuando cabalga el fulano por el desierto y se levanta tremenda ventolera, que provoca, amén de la polvareda de turno, la súbita aparición de balones vegetales que ruedan y danzan al compás  de los resoplidos de Eolo.

Como la pierna derecha no me permite mayores alardes en las carreras de fondo (de ahí que no participe en la Bluetrail), cuando hice ademán de girar 180º, ya estaba ante mis narices –sí, flotaba– el globo con erupciones.

–Hola, tronco, soy el coronavirus y aún no he desayunado.

–Ya, coño, este me vio cara de bobo y se quiere quedar conmigo. La madre que lo parió.

No me preguntes cómo lo hice, pero la reacción fue fulminante. Atiné a cogerlo por uno de sus tentáculos y pasaron por mi mente los pretéritos episodios en los que uno practicaba diversas modalidades atléticas y lo lancé tan lejos como me permitieron las fuerzas de las extremidades superiores. Con la inestimable colaboración de una guagua que pasaba en esos momentos y el bicho fue absorbido por esa atracción fatal que provocan los vehículos de grandes dimensiones (¿a ti no te ha llevado el sombrero cuando un camión, o similar, circula a buen ritmo y te coge desprevenido? Ah, que el del sombrero soy yo).

–¡Qué suerte! ¿Qué hago? ¿Dónde habrá caído el invasor? ¡Chiquito tesegue (persona, animal o cosa de gran tamaño) de virus! ¿Me lo habré cargado para siempre jamás y la humanidad me reconocerá –en acto público, presencia de autoridades, con fotos y entrega de la metopa correspondiente– el acto heroico? Estoy hecho un flan. Qué nervios.

Me consolé y como vislumbré que se aproximaba el grupito de madres que ya habían dejado a los chicos en el colegio, respiré hondo (con la mascarilla bien ajustada, no sea que el inmundo hubiese dejado contaminado aquel sector) y proseguí el paseo.

Pero hete aquí que cuando paso por La Carajita siento un extraño ruido, como cuando baja un chorro de agua por la calle tras una intensa lluvia, y al girar la cabeza hacia La Montaña vislumbro otras dos bolas que descendían, esta vez rodando, por la carretera de La Higuerita. Se me antojaron más gordas que la anterior. Como si se hubiesen zampado cada una un par de arepas: una reina pepiada y una gringa, por ejemplo.

No te miento. Sentí miedo y me quedé como la mujer de Lot: petrificado (¿o salinizado?). Sí, tú ríete, pero se me subieron al gaznate. La saliva se me secó. Y lo peor de todo es que las condenadas esferas vuelven a realizar idéntica jugada a la primera:

–Hola, tronco, somos clones (variante embaifada, me aclaran) de la que te cargaste antes…

(finalizamos mañana)

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