–No pongas ese perfil de idiota, que la lanzaste tan fuerte
que llegó al patio de recreo del IES María Pérez Trujillo en el instante que
salían los chicos de la ESO y eso… despachurrada para siempre jamás. No hizo
falta la Pfizer, ni Moderna ni Astrazeneca. Así que venimos en plan revancha.
Y zigzagueaban amenazadoramente delante de mis fosas
nasales. Un servidor ni respiraba. Y los dientes apretados por si acaso. Bueno,
en aquel instante no habrían tenido la más mínima posibilidad de atacarme. Ni
siquiera por la retaguardia. Imagínate cómo estaba de apretado. Amén de
asustado, impresionado profundamente, me habían dejado estupefacto. Traduzco:
acojonado.
–Señor, ¿le pasa algo? Oiga, señor. Ay, madre mía, a este
hombre le pasó algo.
Y la pobre mujer me sacudía una y otra vez sin yo mostrar
síntoma alguno de reacción.
–Échame una mano –le indicaba a otra joven que, como ella,
también venía caminando en dirección a La Vera.
Mientras, yo, tieso como un palo, me cuestionaba:
–¿Cómo es posible que ellas no vean estas bolas que siguen
zumbando delante de mí? Si les contesto, desde que abra la boca ya buscarán un
resquicio por donde colarse y atacarme vilmente por los interiores de mis vías
respiratorias. Que se jodan, callado como un tuso. Que piensen lo que quieran.
Estas cabronas no me jeringan las vacaciones.
Y allí delante seguían con el maldito baile que ya me estaba
desquiciando. Al tiempo, cada vez eran mayores los zarandeos de las
transeúntes. Entre las unas y las otras, la escandalera iba en aumento. Otros
que recorrían el sendero en dirección contraria se sumaron rápidamente a la
fiesta gratuita organizada. Los móviles no daban abasto. A lo lejos ya se
escuchaban las sirenas. Los primeros en llegar, por mera cuestión de cercanía,
fueron los bomberos, quienes ordenaron la prudente retirada de las sacudidoras.
A las que si me trancan en una liña de tender, me hubiesen dejado más planchado
que dos crepes en un plato. Luego llegaron dos vehículos de la policía local de
Los Realejos y uno del Puerto, una pareja de la Guardia Civil de Tráfico, otra
unidad de la Policía Nacional y hasta me pareció ver –porque yo era consciente
de todo lo que pasaba, pero, ya saben, ni mu– a un par de rojos de la Autonómica.
Aunque, y era mi principal preocupación, allí seguían las invasoras del
coronavirus. Lo deduje por su total similitud con la que me había atacado antes
y que fue enviada a freír chuchangas.
Casi sin darme cuenta me vi aupado a una ambulancia de soporte
vital básico (transporte sanitario no urgente) y bien sujeto a una camilla.
Recordé el triste episodio de mi caída en Las Abiertas y el paseo que culminó
con una estancia hospitalaria de 14 días en Bellevue. Iba preocupado, para qué
decirte lo contrario. Aunque la inquietud mayor venía determinada por la
presencia de las malditas asaltantes. Me extrañaba, sin embargo, que todos los
que estuvieron a mi alrededor, y ahora con más razón los otros ocupantes del
vehículo medicalizado, no le daban la importancia que yo entendía primordial
con las que eran realmente mi motivo de tranque de precaución. Como yo no
hablaba, ellos tampoco.
Esta vez me llevaron directamente al Hospital Universitario,
desde donde reclamaron mi historial clínico a los centros de Hospiten, que
junto a otros centros médicos como Tucán o La Villa, son los lugares por donde
transito y conocen de mis debilidades y jaquecas. No muchas, afortunadamente.
El que parecía jefe de la manada de los vestidos de blanco
–ingente tropa la que me saludó en tres escasas horas de permanencia– bien
pertrechado de una carpeta donde se hallaban anotadas las deficiencias
orgánicas y demás boberías, cuando, eso deduje, acabó el concienzudo examen de
la posible casuística de mi caso, con voz solemne, y minutos antes de
tramitarme el alta, sentenció:
–Estimado don Jesús…
–Cuánto honor –pensé (la boca seguía a cal y canto).
–Usted ya tiene inoculadas las dos dosis de la vacuna desde
hace un mes. Considérese, por lo tanto, inmunizado. Y todo ese relato que nos
ha indicado por señas, amén de la declaración escrita que ha dejado consignada,
y en la que se refleja bien a las claras su capacidad escritora y hasta ciertas
dosis fantasiosas, no es más que un capítulo agudo –suele ocurrir en raras
ocasiones, pero le tocó la lotería– de esas hebras, o moscas, que viven en su
visión y que en la presente ocasión le han jugado una muy mala pasada. Su
cerebro ha exagerado la problemática y ha querido ver lo que ante sus ojos no
existía. O sí, pero de una manera excesiva y distorsionando la realidad hasta
el extremo de comparar una de esas nubes con la presencia, exageradamente
incrementada, de la imagen de la Covid-19. El subconsciente ha puesto la guinda
a un sueño despierto. No dudo que usted haya visto esos globos, fruto calenturiento
de una imaginación desbordada y de un exceso informativo de pros y contras de
esta pandemia que nos tiene desquiciados. Váyase tranquilo, que ya pasaremos la
factura a su compañía aseguradora (Adeslas) y procure leer menos, escribir lo
indispensable, viajar cuanto pueda para sana envidia de los que aún debemos
trabajar unos cuantos años más...
Y entonces abrí la boca para expresarle mi agradecimiento.
En el viaje de regreso a Benito Pérez Galdós (Urbanización Los Príncipes), dos
curiosidades: a la altura del lugar de
los hechos me crucé con un tal Domínguez, que iba en sentido Santa Cruz, y frente a mi
domicilio, la farola seguía allí, pero apagada.
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