jueves, 12 de agosto de 2021

104. Un sport canario: la lucha (1)

De Francisco González Díaz ya hicimos la reseña conveniente en nuestro artículo Resurgir de la lucha, del pasado 12 de julio, cuyo enlace te dejo por si te apetece el oportuno recordatorio: https://el-del-sombrero.blogspot.com/2021/07/97-resurgir-de-la-lucha.html.

Unos años después vuelve el citado escritor a sorprendernos con otro interesante relato, cuyo título es el que un servidor rescata para esta entrada de hoy, y que fue publicado en Las Canarias y nuestras posesiones africanas el 29 de octubre de 1911 (número 903, año XI) en sus páginas 2 y 3. Como siempre, vaya su transcripción literal:

“Vuelve á estar en auge la lucha canaria, una de las costumbres y ejercicios verdaderamente típicos de este país, que evoca ante nosotros, hombres físicamente degenerados, la visión de la atlética raza guanchesca que debió, por esto mismo ser inclinada á los deportes y aún á los abusos de la fuerza corporal. Los guanches fueron sobre todo gente de buenos puños, y de sólida, maciza, cuadrada envergadura. Cuando hoy contemplamos sus momias, conservadas en nuestros museos, muy bien mantenidas merced á un sistema de embalsamiento maravilloso; cuando miramos sus cráneos y sus osamentas hercúleas, reconocemos que la raza primitiva de Canarias tenía caracteres superiores en lo que atañe á la general conformación. Si aquellos aborígenes poseían, además de un cuerpo titánico un cerebro lleno de luz, no cabe duda que pertenecían á un tipo humano selecto. Y los variados vestigios que dejaron en pos de sí, prueban que alcanzaron á vislumbrar algunos elementos de cultura y que desarrollaron no pocos progresos civiles y militares.

Si, por otra parte, estos nuestros actuales luchadores no son descendientes de les colosos guanchinescos, merecerían serlo en razón del vigor y el empuje que les permite pujar gallardamente en Ia moderna palestra. Son mocetones formidables, capaces de derribar á un buey á puñetazos y capaces también de burlar con las estratagemas de la astucia las brutalidades de la fuerza.

Porque nuestra lucha es esto, que reproduce las eternas condiciones de las porfías sociales: habilidad contra violencia, ingenio contra bestialidad, cautela y mala intención contra acometividad impetuosa y bravía. Y porque es esto, interesa, y porque es esto, apasiona. Abunda en lances extraordinarios.

En ocasiones un pigmeo brega afanosamente con un gigante, y éste cae derribado y vencido porque aquél, siéndole muy inferior en recursos físicos, le aventaja en coraje y audacia, en una cualidad que los del oficio designan con una palabra sola: corazón. Las luchas más empeñadas, más movidas, más interesantes, resultan, como se comprenderá, aquellas que se desarrollan bajo tal desequilibrio aparente, resuelto en verdadera armonía. La fuerza prima sobre el derecho, según la frase bismarckiana; pero no prevalece, por lo común, en nuestros juegos atléticos sobre las sorpresas del ingenio, las osadías del valor y las fogosidades del instinto defensivo.

Tiene el gran sport isleño su especial terminología, su jerga, su vocabulario, que constituyen la característica profesional, como en la tauromaquia. Un torero, sin embargo, en nada se asemeja á un luchador; le es opuesto, contrario. El torero juega con el animal fiero y lo burla, pero desarrolla poco esfuerzo muscular; el luchador distiende sus músculos como tirantes cuerdas al mismo tiempo que pone en tortura su magín para esquivar, en una agarrada cuerpo á cuerpo, golpes y sorpresas del contrincante. El torero suele ser en lo corpóreo un tipo mezquino, desmedrado, pobre; el luchador es, por la inversa, un bello ejemplar de raza, rico en energías físicas. El torero practica un arte complicado y pintoresco á fin de domeñar la animalidad ciega de su adversario, el toro; el luchador compite con un semejante, con otro hombre, procurando igualar condiciones en una beligerancia noble y racional. Por último, la fiesta taurina es fiesta de sangre, y nuestra varonil fiesta canaria es gallarda competencia del poder humano sin resultados cruentos. El mayor deterioro de una luchada suele consistir en que un atleta caiga con poca fortuna y reciba un mal porrazo... La lucha, bien organizada, ennoblecida, mantenida á la altura de sus prestigios tradicionales, es un ejercicio educador y fortalecedor que recuerda, aunque de lejos, la altiva dignidad de los Juegos Olímpicos resucitados en nuestra época. No es helénico precisamente el empaque de los campeones de nuestro palenque, ni en nuestro circo se respira la atmósfera de Atenas; pero hay cierto sentido clásico en estas duras y viriles contiendas que exaltan la personalidad, que consagran á menudo la victoria de la inteligencia sobre la fuerza bruta.

Se me replicará objetándome que igual triunfo, y aún mayor, se logra en las lidias taurinas. Cierto; el torero hace brillar la razón, el entendimiento y el arrojo humanos contra la bestia enardecida á la cual reta y muchas veces vence; mas la partida resulta enormemente desproporcionada. El hombre no ha sido formado para luchar por gusto con la bestia, sino para luchar con su bestia propia, que dormita pero no muere. Hay algo que constituye una negación de la racionalidad en el desafío salvaje del toreador al toro. Nuestro espectáculo nacional cede en beneficio de los ganaderos, no de la ganadería; ni menos aún del pueblo español, que no se educa por tales medios, sino que se barbariza; ni, finalmente y mucho menos, de los lidiadores que para ganarse la vida desafían sin gloria á la muerte y se restan al trabajo de los oficios y profesiones donde podrían conquistar la honra individual y acrecer la general riqueza…

                                                                                                                                               (finaliza mañana) 

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