Unos años después vuelve el citado escritor a sorprendernos
con otro interesante relato, cuyo título es el que un servidor rescata para
esta entrada de hoy, y que fue publicado en Las Canarias y nuestras posesiones africanas el 29 de octubre de
1911 (número 903, año XI) en sus páginas 2 y 3. Como siempre, vaya su
transcripción literal:
“Vuelve á estar en auge la lucha canaria, una de las costumbres y ejercicios verdaderamente
típicos de este país, que evoca ante nosotros, hombres físicamente degenerados,
la visión de la atlética raza guanchesca que debió, por esto mismo ser
inclinada á los deportes y aún á los abusos de la fuerza corporal. Los guanches
fueron sobre todo gente de buenos puños, y de sólida, maciza, cuadrada
envergadura. Cuando hoy contemplamos sus momias, conservadas en nuestros
museos, muy bien mantenidas merced á un sistema de embalsamiento maravilloso;
cuando miramos sus cráneos y sus osamentas hercúleas, reconocemos que la raza
primitiva de Canarias tenía caracteres superiores en lo que atañe á la general
conformación. Si aquellos aborígenes poseían, además de un cuerpo titánico un
cerebro lleno de luz, no cabe duda que pertenecían á un tipo humano selecto. Y
los variados vestigios que dejaron en pos de sí, prueban que alcanzaron á
vislumbrar algunos elementos de cultura y que desarrollaron no pocos progresos
civiles y militares.
Si, por otra parte, estos nuestros actuales luchadores no son descendientes de les
colosos guanchinescos, merecerían serlo en razón del vigor y el empuje que les
permite pujar gallardamente en Ia moderna palestra. Son mocetones formidables,
capaces de derribar á un buey á puñetazos y capaces también de burlar con las
estratagemas de la astucia las brutalidades de la fuerza.
Porque nuestra lucha
es esto, que reproduce las eternas condiciones de las porfías sociales:
habilidad contra violencia, ingenio contra bestialidad, cautela y mala
intención contra acometividad impetuosa y bravía. Y porque es esto, interesa, y
porque es esto, apasiona. Abunda en lances extraordinarios.
En ocasiones un pigmeo brega afanosamente con un gigante, y
éste cae derribado y vencido porque aquél, siéndole muy inferior en recursos
físicos, le aventaja en coraje y audacia, en una cualidad que los del oficio
designan con una palabra sola: corazón.
Las luchas más empeñadas, más movidas, más interesantes, resultan, como se
comprenderá, aquellas que se desarrollan bajo tal desequilibrio aparente,
resuelto en verdadera armonía. La fuerza
prima sobre el derecho, según la frase bismarckiana; pero no prevalece, por
lo común, en nuestros juegos atléticos sobre las sorpresas del ingenio, las
osadías del valor y las fogosidades del instinto defensivo.
Tiene el gran sport isleño
su especial terminología, su jerga, su vocabulario, que constituyen la
característica profesional, como en la tauromaquia. Un torero, sin embargo, en
nada se asemeja á un luchador; le es opuesto, contrario. El torero juega con el
animal fiero y lo burla, pero desarrolla poco esfuerzo muscular; el luchador
distiende sus músculos como tirantes cuerdas al mismo tiempo que pone en
tortura su magín para esquivar, en una agarrada
cuerpo á cuerpo, golpes y sorpresas del contrincante. El torero suele ser en lo
corpóreo un tipo mezquino, desmedrado, pobre; el luchador es, por la inversa,
un bello ejemplar de raza, rico en energías físicas. El torero practica un arte
complicado y pintoresco á fin de domeñar la animalidad ciega de su adversario,
el toro; el luchador compite con un semejante, con otro hombre, procurando
igualar condiciones en una beligerancia noble y racional. Por último, la fiesta
taurina es fiesta de sangre, y nuestra varonil fiesta canaria es gallarda
competencia del poder humano sin resultados cruentos. El mayor deterioro de una
luchada suele consistir en que un
atleta caiga con poca fortuna y reciba un mal porrazo... La lucha, bien organizada, ennoblecida,
mantenida á la altura de sus prestigios tradicionales, es un ejercicio educador
y fortalecedor que recuerda, aunque de lejos, la altiva dignidad de los Juegos
Olímpicos resucitados en nuestra época. No es helénico precisamente el empaque
de los campeones de nuestro palenque, ni en nuestro circo se respira la
atmósfera de Atenas; pero hay cierto sentido clásico en estas duras y viriles
contiendas que exaltan la personalidad, que consagran á menudo la victoria de
la inteligencia sobre la fuerza bruta.
Se me replicará objetándome que igual triunfo, y aún mayor,
se logra en las lidias taurinas. Cierto; el torero hace brillar la razón, el
entendimiento y el arrojo humanos contra la bestia enardecida á la cual reta y
muchas veces vence; mas la partida resulta enormemente desproporcionada. El
hombre no ha sido formado para luchar por gusto con la bestia, sino para luchar
con su bestia propia, que dormita pero no muere. Hay algo que constituye una
negación de la racionalidad en el desafío salvaje del toreador al toro. Nuestro
espectáculo nacional cede en beneficio de los ganaderos, no de la ganadería; ni
menos aún del pueblo español, que no se educa por tales medios, sino que se
barbariza; ni, finalmente y mucho menos, de los lidiadores que para ganarse la
vida desafían sin gloria á la muerte y se restan al trabajo de los oficios y
profesiones donde podrían conquistar la honra individual y acrecer la general
riqueza…
(finaliza mañana)
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