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Entre los gratísimos recuerdos de nuestra tierra ocupa
preferente lugar el de las animadas y peculiares fiestas conocidas con el
nombre de luchas, que se celebraban periódicamente en ciudades aldeas; ó bien en demostración de público
regocijo por algún venturoso acontecimiento, ó el día del patrono del pueblo.
Aquella liza en la que el espectador demostraba su
entusiasmo de manera digna y mesurada, sin que jamás llegara á ofenderse al
amor propio del vencido; aquellos atléticos muchachos que salían al terrero
orgullosos de su fama justamente adquirida por su habilidad; aquellos bandos
que discutían con la vehemencia propia de nuestro carácter, pero siempre
contenidos en los límites de la cortesía impuesta por las leyes del varonil
espectáculo; las cualidades en los luchadores de uno y otro partido, los del
Norte en contra de los del Sur, los de la Montaña en contra de los del Llano;
aquellos comentarios que duraban días y semanas, allá en la era, á la sombra de
la retama, ó en los días festivos, á la salida de la misa, y á la caída de la
tarde, bajo la verde higuera de sabroso fruto, más dulce que la miel de la
caña, á la vera de la blanca casita, entre los requiebros á las mozas frescotas
y coloradas como las amapolas, que tomaban parte muy principal en la discusión
alentando á los tumbados para la revancha: todo eso constituía un cuadro
tradicional, genuinamente canario, originado de los días dichosos en que el
pueblo guanche, arrogante y viril, se solazaba en la loma del agreste valle,
teniendo por docel la azulada bóveda del purísimo cielo de Tenerife, por
tribunas las enormes piedras con que defendieron su independencia y por
espectadores los pastores de toda la comarca, dando á los aires en señal de
alegría los sonidos de sus rústicas flautas, y presidiendo el noble juego los
Menceyes y los venerables ancianos que prefirieron despeñarse desde las
imponentes alturas de los riscos de la abrupta isla á sufrir el yugo de sus
enemigos.
¡Hermoso espectáculo éste de las luchas canarias!
Allí no hay sangre que enrojece el circo, allí no va á morir
nadie, el vencido tiende su callosa mano al vencedor y le estrecha entre sus
brazos en señal de que no guarda en su pecho generoso ningún rencor.
Los combates de los gladiadores romanos armados de la rodela
y del retiari, cual se representan en
las pinturas y en los relieves de algunos sepulcros de Pompeya, eran la orgía
de un pueblo envilecido, ebrio de sangre, gritando hasta enronquecer, como
aullidos de hambrientas fieras el consabido pollice
verso, pollice verso, cuando el vencido,
revolcándose en la humeante sangre que empapaba la caldeante arena, imploraba
gracia, jamás concedida por los espectadores.
La lucha canaria es torneo donde se admiran las fuerzas y se
aprecia la agilidad de los movimientos, y la asombrosa flexibilidad de los
músculos de acero de una gente vigorosa, sobria como los árabes del desierto,
trepadores de montañas como los paciegos é infatigables para los más duros
trabajos.
Cuando aun suenan en los oídos del vencedor afortunado las
halagadoras enhorabuenas y los plácemes de amigos y adversarios que reconocen lealmente
su superioridad, sin envanecerse por el triunfo, vuelve satisfecho y tranquilo
á su labor cotidiana, empuñando la azada y el arado, tornando alegre al
obscurecer, al tranquilo hogar, idilio de su vida, donde lo esperan para
restaurar sus fuerzas el sabroso pescado de que le provee el rudo marinero de
la vecina costa, y las olorosas cocidas patatas, dignas por lo bien sazonadas
de la mesa de un magnate.
No nos explicamos, cómo siendo canarios los organizadores de
los festejos últimamente celebrados en Santa Cruz de Tenerife, fué relegado á
lamentable olvido el espectáculo verdaderamente provincial.
Las luchas fueron en todos tiempos un estímulo para los
ejercicios físicos, luchadores fueron sin duda aquellos valerosos campesinos
que empuñaron las armas y los palos en el pasado siglo para defender su patria
amenazada, y luchadores serán ─si
la fiesta popular se fomentase por las clases directoras─ los que en el porvenir protegerán sus hogares de los desmanes
de los extraños, peleando en los desfiladeros de las alturas con el potente
empuje de sus nervudos brazos.
¿Será que obedeciendo á esta funesta ley que nos arrastra al
enervamiento moral y físico, va desapareciendo aquella raza vigorosa de
luchadores?
¿O será ─triste
es decirlo─ que ha
prevalecido la afición á las sangrientas corridas de toros?
No lo creemos, nos cuesta trabajo siquiera suponer que un
pueblo como el de Tenerife, de superior cultura al de otras provincias, en el
que la mujer cristiana tanta influencia ejerce en el hogar, haya preferido á su
antigua diversión, la mal llamada fiesta nacional, de la que, ─pese á mi querido amigo, el
brillante escritor Luis Carmena─
abominan no pocos españoles.
Deseamos por respeto á la tradición qué vuelvan las luchas á
ocupar lugar predilecto en nuestros regocijos, y que las corridas de toros tan
impremeditadamente introducidas en Tenerife, no consigan despertar la afición
de nuestros paisanos, cuyas morigeradas costumbres se avienen mal con tales
escenas.
Pero si así no fuese, si por desgracia arraigasen, entonces,
pronto se notarán sus consecuencias perniciosas; la estadística criminal
aumentará considerablemente, la rufianesca navaja dirimirá las contiendas del
repugnante flamenquismo, plaga social debida á la influencia letal del toreo, y
se enriquecerá con nuevas palabrotas, él ya largo vocabulario de nuestros
deshonestos improperios.
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Transcurridos casi 124 años, en Canarias ya no hay corridas
de toros y seguimos sin saber qué hacer con la plaza santacrucera. Las
estadísticas criminales, auguradas en el párrafo final del artículo, no creo
hayan sido debidas a las causas allí esgrimidas. Y si la lucha canaria sigue
teniendo sus altibajos, habrá que buscar los motivos en otras razones. No
obstante, ojalá que este bicho, que tanto daño ha causado, desaparezca y la
normalidad se restablezca. También la del deporte vernáculo, por supuesto. Del
meneo, por el estilo periodístico esgrimido en la composición escrita, de
aquellos redactores a los de ahora, hablaremos otro día, porque me avergüenzo.
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